lunes, 6 de abril de 2015

"QUE TU DULCE VIDA EXPIRA" - DESENCLAVAMIENTO DE CRISTO, EN ARJONILLA

 
Las palabras del poeta Antonio Pérez López, más conocido como Antonio de Jaén, me han de servir para describir como me sentí, hace ya años, al llegar a aquella blanca villa:
 
"Me preguntó un forastero
- ¿Por dónde se va a Arjonilla?
 
- Tome esa senda derecha
que atraviesa las campiñas
y verá un cielo muy claro
sobre unas casas muy limpias.
 
Sin salir de los olivos,
camino de la amistad,
verá asomarse una torre
con aires de catedral.
 
Siga usted.
 
Y donde note que el viento
lleva albahaca y clavel,
y le tiendan una mano,...
allí es."

 
Guardo en el corazón una Arjonilla blanca, porque así son las almas de los paisanos que me han acogido en ella. Conservo en los sentidos las palabras entretejidas en maravillosos diálogos desde el Valle-rico al alto de la Ermita de la Misericordia, desde la Capilla de Jesús a la torre de homenaje del castillo del trovador, desde el alfar árabe a los reposteros bordados por Carmen Cuesta. Tengo en el alma el abrazo fraterno de mis hermanos y hermanas de cofradía que dan vida a la bella Arjonilla y de todos los artistas que la pueblan y cuyas casas y estudios he tenido el honor de visitar, gracias a la pasión puesta en ello por mi eterno cicerone en la villa, maese Jesús Segado Hernández.
 
 
Todas esas vivencias, todos y cada uno de esos sentimientos, han llegado al sumun gracias a mi hermano Jesús. Lo he contado ya en otras ocasiones. Fue una tarde de marzo, caminando por las blancas calles de la villa, que la Providencia me llevó ante la puerta abierta de la capilla de Jesús y, en su interior, me ofreció el encuentro con la amistad en estado puro, que ha de durar mientras vivamos los tres cofrades a los que Padre Jesús quiso unir en aquel mágico momento. Junto a Jesús y a Luis sigo caminando por las vísperas que nos unen, y en cada ocasión que nos encontramos, volvemos a fajarnos el ceñidor de los proyectos, de las ilusiones, de la memoria de nuestros pueblos, compartida hasta que la noche pone eco al día.
 
 
Una cita a la que Jesús Segado Hernández me tenía convocado desde hace años, se ha visto cumplida por fin. A mi hermano nazareno le debo el hecho de haber podido pertenecer a los caballeros del Santo Sepulcro que, cada año, llevan a cabo la ceremonia del Desenclavamiento de Cristo, muerto en la Cruz, para conducirlo hasta el catafalco sobre el que será procesionado por las calles de Arjonilla.

 
Y fue en la tarde del Viernes Santo de 2015, que, junto a mi familia, llegué a la bellísima capilla, de ladrillo de fe, que guarda en su corazón a Nuestro Padre Jesús Nazareno, para consuelo entero de todo el pueblo de Arjonilla. Sería en su camarín, del que aún permanecía ausente al haber sido procesionado esa misma Madrugada, donde fui revestido con la túnica de su Cofradía y recibí la capa blanca con la encomienda de la Orden de la Cruz de Jerusalén, bellísima creación propiciada por la fe de maese Francisco Ruz Rueda, allá por el año 1986, y que reviste de elegancia a este cortejo de caballeros que han de desenclavar a Cristo del Árbol que ha recibido la Sangre Redentora.

 
Llegados a la parroquia, aguardamos en la Sacristía a que diera comienzo el ritual sagrado conservado, durante generaciones, en la villa de barro y cal, de olivar y vida. Los nervios caminaban a sus anchas por aquella amplia sala, retenidos tan sólo por la tranquilizadora planta de mis hermanos de la Orden del Santo Sepulcro. Aquel hábito que revestía me hacía sentir hermano de un noble linaje cristiano, de defensores de una Fe cierta. Los pequeños arjonilleros que habrían de recibir la corona y los clavos que serían retirados del cuerpo de Cristo, Andrea y Andrés, con su serenidad infantil, poco ayudaban a relajarse a este pobre cofrade, sabedor de que iba a participar en uno de los Actos más hermosos y llenos de significado que conserva nuestra Sacrosanta Religión.

 
Las instrucciones de Vicente y de Jesús eran precisas, el rostro serio y concentrado de mis hermanos del Santo Sepulcro me ayudaron a concentrarme a mi y a introducirme en aquella ceremonia, que nuestro mundo cristiano lleva conmemorando más de dos milenios.
 
Llegó el momento de salir a la Iglesia; se hizo el silencio en el abarrotado templo, cuando el sacerdote ocupó el púlpito para proclamar el sermón de las Siete Palabras, mientras los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro ocupábamos los sitiales junto a Cristo Crucificado, efigie realizada en el pasado siglo por maese Domingo Sánchez Mesa.
 
 
Los pasos a dar eran bien conocidos por aquellos hermanos míos. Yo seguía junto a ellos el orden de aquella liturgia nacida del pueblo en el tiempo en el que las cosas se comprendían mejor con actos que con palabras. Aquella recreación del Descendimiento de Cristo de la Cruz donde entrega por nosotros la vida era la imagen mejor conservada por la retina de los mayores de Arjonilla. Así lo pude sentir en sus ojos, que precedían cada acto, cada gesto, cada momento representado en aquella bellísima ceremonia.
 
 
En completo silencio, fueron sucediéndose aquellas acciones que daban movimiento y verdad al lígneo cuerpo que nos recuerda la piel de Dios. Os confieso que la vida se resquebraja, muda cuanto le es vano, se desprende de todo cuanto es superfluo. Porque sientes cómo gravita junto a ti el Cuerpo muerto por amor. Fue al sentir el roce de su mano, que recuperé el tacto de mi padre aquel día que murió entre mis brazos. El mundo entero gravitó junto a aquel brazo que descendía hasta el costado de Cristo. El frío de aquella piel emulada se entretejió con aquel frío que invadía los últimos segundos de vida de mi padre. Y sentí que toda mi vida estaba destinada a ser glosa y acción de gracias por cuanto he recibido de mis mayores. Sabiéndome acompañado en el templo por mi esposa y mi hijo, continué recordando las palabras del Evangelio, donde se nos habla de la entrega del Cuerpo de Jesús a los Santos Varones para que lo lleven al sepulcro. ¡Herencia recibida y repetida, en conmemoración del Cristo vivo!





 
Sostener el cadáver de Cristo desenclavado de la Cruz es el examen más intenso al que un Cristiano se pueda someter. ¿Cómo puedo atreverme, Jesús mío, ni tan siquiera a estar cerca de ti mientras esta escena es recordada bajo las bóvedas de tu Iglesia, ante la Asamblea de tu pueblo, que revive el momento más terrible que ha de dar paso al Misterio de nuestra Fe?
 
 El miedo queda mitigado por la cercanía y la experiencia de mis hermanos, que realizan cada acción meditando las oraciones aprendidas, sometiendo a examen la vida de todo un año, rezando por sus familias. ¡Nunca llegaré a terminar de agradecer el haber podido formar parte de esta honorable escuadra de Caballeros que sostienen el Cuerpo muerto de Cristo!

 
El ritual me llevó a ser el encargado de retirar el clavo que atravesaba los pies de Cristo. Recuerdo aquellos segundos, que se convirtieron en siglos hasta que el metal volvió a traspasar la piel lígnea de Jesucristo. No hay mejor ejercicio para la humildad y la cura de toda soberbia que trascender de la propia vida y participar, por unos instantes, de esta imagen que encierra significados que han de cambiar mi vida por completo.






Descendido el Cuerpo inerte de Cristo de la Cruz santificada por su Sangre, llegó el momento de trasladarlo por la nave del templo hasta su Paso procesional, envuelto en un sudario, según rezan las Sagradas Escrituras. Los acólitos turibularios de las cinco Cofradías de Arjonilla envolvieron las naves de la Parroquia en una nube de incienso, que fue velo del templo rasgado por el cuerpo de Cristo mientras caminaba hacia su catafalco. Las manos se volvían golondrinas, que mitigaban el dolor inferido por las espinas y servían de paño que enjugaba aquella sangre, aquel dolor, aquel sufrimiento que traspasaba la piel y llegaba a lo más profundo del alma. Fue entonces cuando la Asamblea comenzó a musitar los versos del "Perdona a tu pueblo, Señor", y fue que el Sol quiso estar presente en aquel encuentro y atravesó, con todo su ocaso, la vidriera sobre la portada del Perdón del templo.







 
En los días venideros, en las memorias a las que volver, en los recuerdos compartidos, en cada ocasión en la que la vida conduzca a mi familia hasta esta Parroquia de Arjonilla, junto al corazón de su torre, en el refugio imperecedero de su Sagrario, mi alma volverá a proclamar mi Fe, mi solicitud eterna de perdón ante nuestro Creador, el honor que ha colmado mi existencia, las bendiciones que siento ya recibidas por toda mi familia.
 
¡Gracias eternas, hermanos  y hermanas de Arjonilla! Permitidme que os contenga a todos en un joven matrimonio al que considero espejo fiel de las virtudes de las buenas personas: Jesús y Ana Belén. Junto a ellos y a su familia entiendo mejor que la Providencia ha protegido a mi familia rodeándolos de las mejores personas que se pueda desear. ¡Gracias a los dos por hacer que los míos vivan la alegría, el orgullo y la gloria de sentirse hijos de Arjonilla!


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