Un sol, como Espíritu en llamas agitadas, la buscó en un día que, aún siéndole propio, pues todos nacen de Ella, la desconocía.
Por esto y por todo, "et expecto" y acudimos a una cita aplazada en exceso por parte de mi familia durante los días sacros.
De pequeño, mi memoria se diluye entre las visitas a la capital (por motivos médicos, las más de las veces) que tenían su cenit durante el almuerzo en el añorado restaurante "Mi casa" (a mi padre le gustaba ese chascarrillo resultante) y su culmen final en la visita a la Santa Iglesia Catedral, frente al Santo Rostro del Jesús hebreo y la búsqueda de las tijeras en el regio costurero de una Madre buena. Mis primeras sensaciones ante Ella, ante Nuestra Señora al pie de la Cruz, eran de profundo silencio. La rotundidad catedralicia me mantenían a una prudente distancia de la obra de arte. Ante mí sólo se desarrollaba una historia de muerte y de Vida.
Mis años universitarios me llevaron a su encuentro con un nuevo cúmulo de sensaciones. Y mis lecturas de las ediciones anuales de la recordada, y consevada como oro en paño, revista "Alto Guadalquivir", editada por "Cajasur", en la que la fe de Ramón Guixa Tovar y Emilio Luis Lara López me catequizaban manteniendo mis ojos sobre Ella, encumbraron esta adhesión de amor y entrega absoluta ante la Reina Madre del noble Jaén.
La tarde del día señalado guardaba el aire de la "Misa en si menor", de Bach, según la batuta de Harnoncourt, siguiendo los surcos de su edición en vinilo (porque es preciso, en ocasiones, retornar a los granitos de polvo que hacen vibrar la aguja).
El cortejo que la precedía era, sin lugar a dudas, ¡catedralicio! La bellísima medalla de la Hermandad de la Buena Muerte, lucida sobre el pecho de las cofrades de la corporación pendiendo de su cinta, el andar cadencioso de la Cruz de guía, con visos de la Cruz del chantre, los roquetes y los ternos con la heráldica,... la huella del tiempo, en definitiva, convirtieron la calle Teodoro Calvache en la sexta nave catedralicia.
Y en su desembocadura, un Sol de poniente que se hizo rostrillo ambarino rodeando el imperioso llanto y la mirada calma que busca la respuesta en una fe que nace desde el pecho, sobre el que las manos buscan un altar, mientras rehuyen el tacto de una piel que ha de mantenerse fría tan sólo durante tres días.
No hay dolor como éste, no hay cercanía que muestre mayor distancia, no hay tiempo de Pascua que nos haga olvidar estos días.
Desde aquel Miércoles Santo de 1927, la Cofradía de la Buena Muerte, de Jaén, ayudó a la fe de todo un pueblo a ponerse de pie, abandonando todo rastro de laxitud propiciada por una época de dudas, acudiendo al inagotable caudal de la bonhomía de las gentes del Santo Reino, del arte conservado y reverenciado en nuestra tierra, del legado recibido de los siglos de esplendor y de una esperanza cierta en un futuro mejor.
Los anderos de la Señora, desprovistos para esta ocasión de su túnica y antifaz, dieron muestras de una elegancia que nace de las gentes de nuestra tierra, de un saber estar y acompañar a una Madre buena. Sublime andar del cuerpo de portadores de la Cofradía de la Buena Muerte: ¡ejemplar!
Los anderos de la Señora, desprovistos para esta ocasión de su túnica y antifaz, dieron muestras de una elegancia que nace de las gentes de nuestra tierra, de un saber estar y acompañar a una Madre buena. Sublime andar del cuerpo de portadores de la Cofradía de la Buena Muerte: ¡ejemplar!
La música para una Cofradía es como el hilo que pespunta las piezas creadas por un bordador, o como la escofina para el imaginero, o la piedra de ágata para el dorador.
La Banda de Música "Blanco Nájera", de Jaén, bordó un manto para la Virgen de las Angustias, suavizó el llanto de los dos pequeños que la custodian desde que llegaron a la Catedral, y pulió el pan de plata con el que se visten de luz de luna sus andas.
La Madre de Dios, oferente del Cuerpo de su Divino Hijo mientras aguarda la Resurrección, se vistió de alba, casulla y estola para guiarnos a través de una Catequesis de Pasión, Amor, Arte y pura, purísima Fe.
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