Triana resucitó de su nefasto Viernes Santo al despuntar el mediodía del Sábado de Vísperas.
A las puertas de la Basílica de Pureza nos habíamos reunido tanto los Trianeros y Trianeras nacidas en aquella República donde la Esperanza Reina como aquellos otros a los que Triana nos escogió para ser y vivir por Ella, para Ella y siempre, siempre (os lo puedo garantizar) junto a Ella.
Manuel chico se ejercitaba en la lectura juntando las letras de azulejería que dan forma al nombre más hermoso que pueda tener una calle sobre la faz de la tierra:
-“Mira papá: la P del panadero, la U de mi nombre, la R de…"
- “¡De la Reina de Triana, Manuel, de nuestra Reina!"
- “R de Reina, el príncipe E,…¿cuál es esa letra?”
- “La Z” -apostilla el orgulloso padre-.
-“¡Vale!, la Z y la A de nuestro otro nombre. ¿Cómo se lee todo junto, papá?”
-“Aprende para siempre este nombre, hijo mío, porque en este lugar siempre serás libre: ¡estamos en la Calle PUREZA; donde vive la Esperanza!”
- “¡PUREZA!" –repite el pequeño- "¡Qué bonito suena este nombre! ¡Mamá, mira!, ¡ahí pone PUREZA!" -Luego, le da un abrazo a su madre y, mirándole a los ojos, le dice: “¡Te quiero mucho, mamá!”
¡No hay duda, el chiquillo ya sabe dónde está!
En este mundo perfecto andábamos cuando aparece por el codo que forma Pureza, acompañado por el compás de su barrio, “roneándole” entre aplausos, el Rey de Triana. Estos aplausos marcan el inicio y el final de cada “chicotá”, como un diapasón de proximidad del Señor para con su gente.
En cada “pará” una retahila de oraciones, un musitar de plegarias, de lágrimas que quedaron cautivas el Viernes de amanecida.¡Ya está el Señor en su casa! Así lo anuncia el romano más Trianero que habita la faz del planeta: “¡Aquí le tenéis, he aquí al Rey de Reyes!"
Verdaderamente este es el Hijo de Dios que navega entre el corazón de sus hijos e hijas, a la misma vera de “Señá” Santa Ana.
Verdaderamente este es el Hijo de Dios que navega entre el corazón de sus hijos e hijas, a la misma vera de “Señá” Santa Ana.
“Revirá” valiente ante la puerta del templo, ultima “arriá” del Paso en su navegación de vuelta de Sevilla y última “llamá”...¡a pulso!, para que el tiempo quede suspendido entre las alas iluminadas con pan de oro de sus querubes, y el aire se enrede entre el calado del baquetón, y el Guadalquivir se ciña el costal y ocupe su trabajadera. El imperceptible movimiento finaliza con un compás soberbio, una mecida marinera, una bitácora de corazones Trianeros que mecen al Hijo de Dios vivo.
El momento es tan sublime que me quedo aguardando a que "el Vecino más antiguo del barrio" no cruce el dintel y permanezca allí, junto a nosotros, durante días sin término, en un nuevo Tabor Trianero. Pero Cristo vuelve, ha de volver a su Capilla, caminando como si la última de sus caídas se hubiera producido sobre el viejo adoquinado de la Costanilla, al otro lado del Puente de Barcas.
Continúa la vigilia. Junto a mí están mi esposa, mi hijo y dos de los priostes de la Vera-Cruz andujareña: Carlos y Esteban. Mezcolanza de memorias costaleras y nazarenas en la tertulia improvisada, tan cerquita de Santa Ana (veo como Carlos la mira con nostalgia).
El Simpecado cruza la puerta. Cofrades con el corazón “recogío” al igual que recogen en cada “Madrugá” los bullones de sus capas blancas, acceden al Templo, dando paso a que llegue, escoltada por su pueblo, la Pura y Limpia Esperanza Inmaculada.
Ella viene al compás de un nuevo oleaje de aplausos, ¡muy quedamente!, ¡silente!, ¡tan guapa como cada mañana! Avanza entre los suyos y a cada pocos pasos se detiene para escuchar, una a una, las voces de sus hijos e hijas que le imploran, que la vitorean, que la reciben de vuelta. ¡Aquí no hay lugar para la prisa! ¡Este no es sitio para las “chicotás” largas! ¡La Esperanza está de nuevo en su casa!
Suavemente, con dulzura, como una caricia de Madre, como una dulcísima nana, la Señora de los ojos oscuros y el semblante moreno de mar y sal y brisa, llega bajo su espadaña. Silencio de Sábado Santo, mañana de reloj detenido, de espejos cubiertos, de duelo por el Hijo de Dios, muerto y enterrado.
Última “llamá” para la Virgen que viste el manto de los alfareros, y es entonces cuando siento que mi miedo, mis dudas, mi inseguridad y mis debilidades mueren todas a un tiempo, sometidas al soberano poder de una frase musitada desde algún lugar de aquella marea humana:
-“Dios te salve, Reina, Madre y Capitana!”
¡Y entonces el mundo nos dio un nuevo giro esperado, igual que ha hecho siempre que pisamos Tierra Santa sevillana, y sentí como, una vez más, mi ser entero daba gracias a Dios por el don de mi familia.
-“Eres Tú nuestra vida, eres nuestra Esperanza, y a tus plantas, Señora, se arrodilla Triana”
Entre el susurro de las voces, que cantaban en esa media voz prodigiosa la Salve a la Esperanza de Triana, rogué a Dios que siguiera guardando la salud de cuantos seres amamos.
-“Nuestro puerto perdimos, nuestro nave naufraga sin rumbo en las tinieblas de este valle de lágrimas, desde el que suplicantes nuestras voces te llaman.”
“Oh, Misericordiosa, vuélvenos tu mirada y lleva nuestro barco con brisa de bonanza a Jesús navegante de tu divina entraña”.
“Capitana clemente, dulcísima Esperanza, siempre Virgen María, Luz que guía Triana.”
En mi entendederas, pedí la mediación de nuestra Esperanza para todas aquellas faltas que acarrea el día a día, ese garraspear de la conciencia, que ve endurecerse algunas “vereas” que no tendrían por qué hacerlo.
“Por ella y por tus hijos, Madre de Dios y Santa, ruega para que un día podamos echar anclas en el puerto que Dios nos promete como segura patria.”
Amén.
Viendo llorar a su madre y a su padre, Manuel, todavía entre mis brazos (sentir el latido de su corazón junto a mi pecho es una antífona de la Gloria), me cogió la cara entre sus manos, me miró a los ojos, me secó las lágrimas y me dijo:
- “¡No llores, papá, que el año que viene sale otra vez nuestra Esperanza!”
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