Las postrimerías de las vísperas llegan con vientos de poniente. El inexorable paso del blanco al gris azulado siembra cardos entre las espigas anheladas.
Mientras tanto, efímeros altares con las hojas gastadas, como en un viejo libro de normas ancestrales, se alzan donde siempre lo hicieron. Lo hecho, hecho está. Ahora, se ha de escribir con letra de cera sobre el papel mojado de una ciudad adormecida para el recuerdo de sus cosas, que piensa ya más en la costura y la cuerda.
La leve pátina de los días acicala los objetos conservados, recuperados y adquiridos y les infunde el aderezo de su antigüedad acrisolada en tardes de culto de Reglas y priostía.
Los más pequeños siguen aprendiendo a crecer en este oficio, gastando las suelas del entusiasmo y de la intranquilidad en ilusionantes ejercicios de Vísperas que llaman al encuentro y al paso hasta las verdaderas filas penitentes.
La muerte no es el final de nada, pero, hasta su derrota, es capaz de aparecer como una opaca heráldica reflejada sobre el metal de los sueños cofradieros.
Nada nos falta ni nos espanta: ni en el cielo ni sobre las mojadas aceras. Como definió Teresa de Ávila: ¡Sólo Dios basta!
Este es el final del cortejo para este tiempo de Vísperas. Volveremos a estas Escuadras cuando ya la Luz vuelva a iluminar la Cruz para que su sombra se extienda sobre estas vetustas tierras.
Nos ha llegado el tiempo que esperábamos.
Que vuestros días os sean propicios, amigos míos.
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